Una playa pequeña. Era el mar, pero encerrado. Entre paredes altas. Como una piscina muy profunda a medio llenar. Con el color mítico del mar caribeño: arenas blancuzcas, aguas verdes y azules, transparentes. Justo antes estaba detrás, encima de la manta. En actitud de picnic de película de los cincuentas. A todos nos explicaban la forma de contar, los números. De repente quedo solo con los profesores. Me dirijo a aquella playa donde encuentro a la gente feliz dentro del agua y una amiga con los pies en vaivén desde el borde de la claustrofóbica piscina. ¿Qué pasa no te gusta el agua? ¿Está fría? No, dice ella, lo que pasa es que no me encuentro del todo bien. Me siento a su vera. ¿Qué tienes? Mira, dice. Y con su mano izquierda descolgando de su brazo (que aparece como un gran apéndice de detrás de su cabeza) agarra el labio superior y lo estira hasta muy arriba inclinando simultáneamente la cabeza hacia atrás. Veo todo. Ahora entiendo. Sus encías se han separado de sus dientes, veo su cráneo, veo los agujeros de los ojos, los agujeros de la nariz. Una radiografía viviente. Vaya extraño movimiento del brazo, pensé.