De la búsqueda de habitación me quedan muchas imágenes si no impactantes bastantes curiosas. Recuerdo el piso de los coreanos, en el que tuve que quitarme los zapatos y ponerme unas “chanclas de invitado” de tres tallas menos, otro de asiáticos que parecía el resultado de una tormenta. El piso de las tailandesas que me recibieron con una gran sonrisa en la entrada. También me recibió un olor muy fuerte a comida tailandesa (que me gusta pero no impregnada en las cosas del día a día: muebles, moqueta, etcétera). Recuerdo el piso de un ejecutivo soltero de una zona empresarial de Londres: Canary Wharf. Grandes rascacielos y gente en corbata oscura y caminando de prisa con sus grandes vasos presuntamente desechables de café de la cadena mas cercana. Y sus estaciones de metro: las mas amplias, iluminadas y modernas que vi, después de recorrer gran parte del tube londinense. Era un piso de soltero. En la cocina, sin usar, miles de tetrabricks de jugo de naranja. “¿La lavadora también es secadora?”, pregunto. “No lo se, creo que si, nunca la he usado”.

Otra habitación que me enseñaron que tenía dentro todavía a una chica francesa recién levantada y con evidente resaca. A veces preguntaba “¿cuánta gente vive aquí?”. Algunas veces recibía un: “en el momento 10 personas… En total”, en otras: “en esta habitación una pareja de japoneses que viven aquí hace 12 años, en esta otra una de Indios, y en la de más allá vive un polaco”. Una vez, en un teléfono me contesto un señor, diciendo que no quería perder el tiempo y que si quería ver la habitación en plan serio. Me recogió en coche en la estación y, yo, con mi tradicional pesimismo y visión de peligro en cada cosa, tuve que pensar mil veces si subirme o no.

Finalmente me enseñaron una prisión perfecta: con su sanitario, espejo, sin luz natural, en el bajo de la típica casa victoriana, sanitario compartido con 2? 12? 20? personas, y calefacción, todo incluido por módicas 120 libras a la semana, 1 mes de depósito, y una semana que se la queda la agencia por el favor; y sobre todo, garantizado que no hablaras con ningún otro humano. Hubo una oferta de dos australianas de diecinueve años, que necesitaban a un inquilino para compartir la casa de tres habitaciones. “¿harán muchas fiestas, no?”, preguntó yo, sabiendo que no me iba a quedar con la habitación después de hablar 30 minutos con ellas. “bueno, somos jóvenes y es la primera vez que salimos de Oz”. “ah!”, respondo.

En algunos pisos me recibían muchos pares de ojos desde el sofá o comedor, como un banco de peces a un submarinista. Eso si, me he dado cuenta que la ciertos grupos, hacen negocio con los pisos: rentan una casa y luego lo alquilan a estudiantes (como yo), haciéndose con la plusvalía correspondiente. En fin, que podría haber tomado fotos a todos los sitios que fui para hacer una estudio sociológico de la vida de inmigrante en Londres, pero no fui capaz. Hasta he vivido una huelga de trenes: “este tren no para en la siguiente estación por la huelga”, se escucha en los altavoces de toda la red de metro que recuerdan a Orwell. La gente no se inmuta, no hay ni una queja ni un diálogo.